El mercurio lleva miles de años entre nosotros, y no de forma natural. Está claro que es un elemento de la naturaleza. Sin embargo, lo hemos extraído de la tierra y hemos incorporado esta sustancia tóxica a nuestra vida a lo largo de toda la historia. Hoy en día sigue teniendo usos industriales. Quizá hayas oído decir que se utiliza en determinados tipos de bombillas. En algún momento de tu vida es posible que hayas roto una de ellas e inhalado las partículas microscópicas de vapor. Puede que te hayan administrado algún tipo de fármaco que incluyera trazas de él. Nuestra agua potable lo contiene, tanto si procede del mar como si se obtiene de fuentes de agua dulce. En algunas ciudades, la comida de restaurante preparada con agua del grifo no filtrada puede contenerlo. Es posible que pertenezcas a una generación que todavía tiene empastes que lo llevan. Puede que familiares tuyos o tú mismo hayáis trabajado en fábricas en las que había exposición a este mineral. La industria automovilística, por ejemplo, lo emplea en distintas piezas de los coches. La tecnología actual sigue utilizándolo en muchas baterías.
“A menudo creemos que está en el interior de estos productos sin darnos cuenta de que el proceso de fabricación puede dejar residuos en la parte exterior de baterías, determinadas bombillas y demás y que estos pueden tener cantidades diminutas de mercurio. “
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Si crees que es imposible que hayas tenido contacto con alguna de las fuentes anteriores, lo cierto es que todos estamos expuestos a él porque llueve del cielo. No porque el universo deje caer bolitas sobre nosotros. No porque que el dios Mercurio vierta lágrimas desde arriba. Este mineral no está solo en los brillantes glóbulos plateados que recordamos cómo salían de un termómetro roto en el pasado. También está en forma de partículas diminutas. El mercurio que respiramos procede de soluciones vaporizadas emitidas por aviones y reactores que acaban llegando a nosotros a través del aire.
Cuando está albergado en nuestro interior, no es tolerante ni amable. Debilita nuestro sistema inmunitario, provoca trastornos emocionales y mentales y alimenta de una forma muy agresiva a los virus, lo que los permite prosperar, volverse más tóxicos y crear más toxinas víricas en el organismo. Esto puede conducir a un montón de problemas neurológicos como la enfermedad de Lyme, la esclerosis múltiple, la fibromialgia, la ME/SFC, el trastorno bipolar, la esquizofrenia, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y el autismo, por nombrar solo unos cuantos. Cuando alimenta a un patógeno como el virus de Epstein-Barr, hace que este segregue una neurotoxina basada en los metales pesados, es decir, un veneno todavía más fuerte que el que consumió. Las neurotoxinas a base de mercurio son sumamente tóxicas para los nervios de todo el cuerpo. Pueden provocar síntomas como fatiga, hormigueo, entumecimiento, tics, espasmos, ansiedad, depresión, alteraciones emocionales, migrañas, cefaleas, acúfenos, debilidad de las extremidades y problemas para dormir.
No hace falta una saturación muy alta para experimentar un trastorno de salud. Puede ser la exposición más diminuta del aspecto más oscuro de tu vida la que provoque el caos más adelante. Por eso no podemos permitirnos considerar el mercurio como algo lejano. La única forma de evitarlo y proteger a nuestra familia del contacto con él siempre que sea posible es mantenernos vigilantes y trabajar activamente para eliminar el que ya tengamos dentro de nuestro cuerpo.
William, Anthony. Médico Médium, Limpiar para sanar (Spanish Edition) (pp. 69-72). (Function). Kindle Edition.