«No hay influencia más poderosa que la de la madre.»
SARAH JOSEPHA HALE, en la revista The Ladies’ Magazine and Literary Gazette, 1829
El lenguaje nuclear no siempre procede de las generaciones anteriores. Hay un tipo determinado de lenguaje nuclear que refleja la experiencia abrumadora de los niños que se han visto separados de sus madres. Las separaciones de este tipo son uno de los traumas más generalizados, y suelen pasarse por alto con frecuencia. Cuando hemos vivido una ruptura significativa del vínculo con nuestra madre, es posible que se refleje en nuestras palabras una nostalgia, una angustia y una frustración intensas que han quedado invisibles y sin curar.
Hemos visto en capítulos anteriores cómo nos traspasan la vida nuestros padres, estableciendo, en esencia, un modelo a partir del cual nosotros entendemos nuestras vidas. Este modelo se inicia en el vientre y cobra forma incluso antes de que nazcamos. Durante este tiempo, nuestra madre es todo nuestro mundo, y, cuando hemos nacido, su tacto, su mirada y su olor son nuestro contacto con la vida misma.
Mientras somos demasiado pequeños para entender la vida por nuestra cuenta, nuestra madre nos devuelve reflejadas nuestras experiencias en dosis que somos capaces de tomar y asimilar. En un mundo ideal, cuando lloramos, ella expresa inquietud en el rostro. Cuando reímos, se le ilumina de alegría la cara, que es un reflejo de todas nuestras expresiones. Cuando nuestra madre está sintonizada con nosotros, nos infunde una sensación de seguridad, de valía y de integración, con la ternura de su contacto, con el calor de su piel, con su atención constante e, incluso, con la dulzura de su sonrisa. Nos llena de todas sus «cosas buenas», y nosotros reaccionamos acumulando en nuestro interior una reserva de «buenas sensaciones».
Es preciso que adquiramos una buena reserva de «cosas buenas» durante nuestros primeros años, para que tengamos la seguridad de que conservaremos dentro las buenas sensaciones aunque nos perdamos durante algún tiempo. Cuando disponemos de una reserva suficiente, podemos confiar en que la vida saldrá bien aunque suframos interrupciones que nos descarrilen. Cuando hemos recibido de nuestra madre pocas «cosas buenas» o ninguna, nos puede resultar difícil confiar en la vida en absoluto.
Las imágenes que tenemos de «la madre» y de «la vida» están relacionadas entre sí a muchos niveles. Lo ideal es que la madre nos cuide, nos nutra y vele por nuestra seguridad. La madre nos consuela y nos da lo que necesitamos para sobrevivir cuando somos demasiado pequeños para obtenerlo por nuestra cuenta. Cuando recibimos estos cuidados, empezamos a confiar en la sensación de que estamos a salvo y de que la vida nos dará lo que necesitamos. Después de haber vivido repetidas veces la experiencia de que nuestra madre nos da lo que necesitamos, vamos aprendiendo que nosotros mismos también podemos obtener por nuestra cuenta lo que necesitamos. En esencia, sentimos que «nos bastamos» para darnos a nosotros mismos «lo suficiente». La consecuencia es que nos parece que la vida misma nos aporta lo que necesitamos. Cuando nuestra conexión con nuestra madre fluye bien, suele parecernos que también fluyen hacia nosotros la buena salud, el dinero, el éxito y el amor.
Pero cuando se corta nuestro vínculo temprano con nuestra madre, puede pasar a ocupar nuestro punto de vista básico una nube oscura de miedo, de escasez y de desconfianza. Ya sea permanente esta ruptura del vínculo, como en el caso de una adopción, o ya se trate de una interrupción temporal que no llegó a restaurarse del todo, esa separación entre la madre y el hijo puede ser un semillero de muchas de las dificultades de la vida. Cuando el vínculo queda interrumpido, nos parece que hemos perdido el sustento. Es como si nos hiciésemos pedazos y fuera nuestra madre quien tuviera que volver a componernos de nuevo. Cuando la ruptura solo es temporal, es importante que nuestra madre esté estable, atenta y acogedora en el regreso tras la separación. La experiencia de haberla perdido puede ser tan devastadora que titubeamos o nos resistimos a la hora de volver a conectar con ella. Si nuestra madre no es capaz de tolerar nuestros titubeos, o si interpreta nuestra reticencia como un rechazo, puede reaccionar poniéndose a la defensiva o distanciándose a su vez, dejando así dañado y roto el vínculo entre los dos. Puede que nuestra madre no llegue a entender nunca por qué se siente desconectada de nosotros, y que albergue sentimientos de duda, de desilusión y de inseguridad como madre; o, lo que es peor, que caiga en la irritabilidad y en la ira hacia nosotros. Una escisión no curada puede debilitar los cimientos de nuestras futuras relaciones personales y de pareja.
Un rasgo esencial de estas experiencias tempranas es que no las tenemos guardadas en la memoria de forma recuperable. Durante la gestación y durante la primera infancia no tenemos el cerebro capacitado para dar forma de relato a nuestras experiencias de modo que puedan convertirse en recuerdos. A falta de estos recuerdos, nuestros deseos no satisfechos pueden salir a relucir de manera inconsciente en forma de impulsos, anhelos y ansias que aspiramos a satisfacer con nuestro próximo trabajo, con nuestro próximo vaso de vino, o incluso con nuestra próxima pareja sentimental. De modo similar, el miedo y la ansiedad que nos produce una separación temprana puede distorsionarnos la realidad haciendo que unas situaciones que solo son difíciles o incómodas nos parezcan catastróficas y con peligro de muerte.
El hecho de enamorarnos puede desencadenarnos emociones intensas, pues nos hace retroceder en el tiempo de manera natural hasta las experiencias tempranas con nuestra madre. Nuestros sentimientos hacia nuestra pareja tienden a ser similares a los que tuvimos hacia nuestra madre. Conocemos a una persona especial y nos decimos: «He encontrado por fin a una persona que me cuidará bien, que conocerá todos mis deseos y que me dará todo lo que necesito». Pero estos sentimientos no son más que la ilusión de un niño que quiere volver a vivir la intimidad que tuvo o que quiso tener con su madre.
Somos muchos los que esperamos, sin saberlo, que nuestra pareja nos cubra las necesidades que no pudo cubrirnos nuestra madre. Estas expectativas mal dirigidas son una receta para el fracaso y la desilusión. Si nuestra pareja empieza a portarse como una madre o como un padre e intenta satisfacer nuestras necesidades no cubiertas, puede echar a volar el romanticismo. Por el contrario, si nuestra pareja no satisface nuestras necesidades no cubiertas, podemos sentirnos traicionados o descuidados.
Cuando hemos sufrido una separación temprana de nuestra madre, puede resentirse después nuestra estabilidad en las relaciones de pareja. Es posible que tengamos el miedo inconsciente a que nuestra intimidad desaparezca o a que nos despojen de ella. Nuestra reacción es o bien aferrarnos a nuestra pareja como pudimos aferrarnos a nuestra madre, o apartar de nuestro lado a nuestra pareja anticipándonos a la pérdida de esa intimidad. Solemos dar muestras de estas dos conductas a la vez en una misma relación, y nuestro compañero o compañera sentimental se puede sentir atrapado en una interminable montaña rusa de emociones.
Wolynn, Mark. Este dolor no es mío (Spanish Edition) (pp. 209-212). Gaia. Kindle Edition.