Los siguientes alimentos o productos elaborados provocan problemas intestinales y efectos muy irritantes en la mucosa que protege los tejidos del tracto digestivo, de la boca al ano: alimentos desvitalizados, elaborados, irradiados, refinados, demasiado fritos, enlatados o cocinados en el microondas. Los alimentos que generan gran cantidad de ácido, como carnes rojas, pescados, aves, huevos, quesos, azúcar blanco, sal refinada, chocolate, dulces, zumos comerciales, café, alcohol, refrescos y sustancias alucinógenas y fármacos, también irritan las paredes intestinales. Puesto que el organismo no tiene un interés real en esos productos, ni tampoco capacidad para digerir y utilizar algo que potencialmente es dañino para la sangre y para las células, muchos de ellos experimentan transformaciones bioquímicas como la fermentación y la putrefacción. El colon por sí solo puede albergar más de 700 especies diferentes de bacterias que normalmente ayudan a descomponer adecuadamente los residuos. Sin embargo, cuando ese proceso incluye la fermentación y la putrefacción de grandes cantidades de alimentos mal digeridos, los microorganismos destructores que están presentes de modo natural proliferan y producen un exceso de sustancias tóxicas que irritan o dañan el recubrimiento de la pared intestinal. A efectos prácticos, este revestimiento sirve de piel interior destinada a proteger a la sangre e impedir que se intoxique. Cuando ese recubrimiento resulta dañado, nuestra vida corre peligro.
“Una exposición continua de esa «piel interior» a sustancias irritantes y acidificantes, como, por ejemplo, el ácido fosfórico y otros aditivos químicos contenidos en los refrescos, puede causar heridas purulentas y la perforación de las paredes intestinales.”
Andreas Moritz
A través de un examen iridológico (examinando el iris de la persona) he podido percibir a menudo este tipo de lesión en forma de erosión avanzada del tejido en individuos que consumen habitualmente refrescos. Con el fin de reparar de modo natural esas paredes interiores dañadas, se forma pus. El pus es una materia celular descompuesta que contiene muchísimos organismos bacterianos. Las toxinas que liberan esas bacterias u hongos pueden llegar a causar un daño adicional en el tejido y limitar su función. Esas toxinas también desencadenan una fuerte respuesta inflamatoria del cuerpo, que puede causar dolor y obstrucción, como ocurre normalmente en el caso de la enfermedad de Crohn y de la colitis ulcerosa. Si se obstruye la eliminación del pus de la herida, puede tornarse séptico, penetrar en la sangre, acabar en un choque séptico y, posiblemente, en la muerte. Para evitar este proceso, el cuerpo permite la formación de pólipos y tumores cancerosos que hacen las veces de sifones que apartan algunas de esas sustancias mortalmente venenosas y las mantienen alejadas del flujo sanguíneo.
Culpar a las bacterias de una infección refleja gran ignorancia sobre el funcionamiento de los procesos naturales tanto del organismo como del entorno. Como se ha mencionado anteriormente, las infecciones no están causadas por las bacterias, sino por la presencia de sustancias tóxicas y el daño celular que atrae a esos organismos.
Las llamadas bacterias mortales, presentes en la mayoría de las infecciones graves, pueden encontrarse en prácticamente cualquier lugar. Generalmente proliferan en zonas tan comunes como las manos, los labios, los cabellos, las tazas, los cubiertos, los pomos de las puertas, los inodoros, los suelos, los fregaderos, pero tan sólo una proporción mínima de personas enferma a causa de ellas. Esos gérmenes son totalmente inofensivos para los humanos, a menos que los malos hábitos higiénicos o la inhibición de los síntomas de la enfermedad (que siempre debilita el funcionamiento del sistema inmunitario) los «convierta» en armas letales. Los sueros de inmunización, por ejemplo, contienen sustancias altamente tóxicas de las que se espera que aumenten la respuesta inmunológica, pero, en vez de hacerlo, suelen debilitarla. Las bacterias que siempre están presentes en nuestro entorno pueden mezclarse con el suero y provocar efectos secundarios, como un choque séptico, convulsiones, daños cerebrales y la muerte. Las bacterias son totalmente inofensivas, a menos que se les haya dado de «comer» algo en mal estado. Los perros y los gatos se lamen sus heridas, y una vez dichas bacterias entran en contacto con la boca y las secreciones gástricas, son diferidas y se tornan inocuas. Los seres humanos también estamos equipados con más armas que las que necesitamos para enfrentarnos de modo efectivo a cualquier tipo de bacteria.
“Las personas sanas acaban con todas las bacterias y los parásitos antes de que éstos tengan ni la más remota oportunidad de dañarles.”
Andreas Moritz
Esto, sin embargo, es muy diferente cuando los residuos de los alimentos sin digerir permanecen en el tracto intestinal más tiempo del que deben, hasta semanas, meses e incluso años. Los alimentos ingeridos con demasiada rapidez, entre horas, de noche, o mal combinados, debilitan el AGNI, el fuego digestivo. Los microbios mortales, que normalmente son neutralizados y mantenidos a raya por las bacterias prebióticas y el sistema inmunológico en los intestinos, tienen luz verde para campar a sus anchas por todo el tracto digestivo. Las bacterias dañinas, cuando encuentran un terreno abonado en los sumideros adheridos a las paredes intestinales, crecen enormemente para acabar con los residuos. En el ataque, esos microbios producen grandes cantidades de toxinas; literalmente, intoxican todo lo que encuentran a su paso. Entre esas sustancias tóxicas están la «cadaverina»/os y la «putrescina» resultantes de la putrefacción de las proteínas, al igual que ocurre en la descomposición de los cadáveres.
La producción de estas toxinas potencia el tejido intestinal y el sistema linfático, que alberga la mayor parte de las células inmunes del organismo, a fin de poder absorberlas y neutralizarlas. Aun así, el flujo constante de toxinas llega a ser incontenible, lo cual ocasiona edemas linfáticos, sobre todo en los conductos de la cisterna del quilo y en el conducto torácico (ilustración7). El flujo linfático obstruido acaba inflamando el abdomen y, posteriormente, ocasiona una congestión linfática en otras partes del cuerpo.
La inflamación o hinchazón del tejido intestinal y de la linfa son medidas de emergencia que adopta el organismo para evitar que las toxinas sean absorbidas por el torrente sanguíneo. Si esas sustancias tóxicas penetran en el torrente sanguíneo, pueden poner en peligro la vida de la persona afectada (choque séptico). El cuerpo, en su desesperado intento por evitar que la sangre se envenene, empieza a hacer que los tejidos afectados se endurezcan. Este es el primer paso del proceso ulceroso. Cuando los hábitos insanos continúan, cada vez se van acumulando más capas de mucosa endurecida y se forma una espesa costra alrededor de las zonas con problemas. Ello crea una mayor rigidez en el tracto intestinal, lo cual empieza a obstruir la circulación de sangre en la pared intestinal y a reducir el movimiento intestinal (peristaltismo) En consecuencia, los alimentos tienden a permanecer más tiempo en el cuerpo de lo que deberían. A su debido tiempo, la comida empieza a descomponerse, produce gases malolientes y pierde humedad, convirtiéndose en una masa pegajosa que puede acabar seca y dura. En el caso de que un gran número de bacterias invadan esa masa, se ocasiona diarrea. En un principio, pueden alternarse el estreñimiento y la diarrea, pero si persiste la situación, los movimientos intestinales se hacen más frecuentes y la diarrea se torna crónica.
Moritz, Andreas. Los secretos eternos de la salud (SALUD Y VIDA NATURAL) (Spanish Edition) (pp. 186-191). EDICIONES OBELISCO S.L.. Kindle Edition.